I
—El Señor no va a regresar pronto, Diego —dijo
Ágata—, mejor sería que fueras a dormir.
Diego alzó la vista; una vista cansada, con
los ojos más cerrados que abiertos. Recargó la cabeza en el respaldo de la
mullida butaca roja y se frotó suavemente los ojos con una mano.
—No es la primera vez que lo espero tan tarde
—contestó él con su voz áspera pero tranquila y su mano volvió al terciopelo
del reposabrazos.
—Pero mañana es un día especial para ti y querrás estar descansado.
—¿Para mí? —Diego volvió a abrir los ojos, ya cruzados por un par de pequeñas arrugas, y miró a Ágata con más avidez— Cada
día es tan especial como uno quiera que sea.
La vieja comadrona y sirvienta mayor de la familia miró al hombre con compasión desde el
amplio umbral que abría al recibidor. Juntó sus manos frente a su vientre abultado como intentando abrazar al niño que Diego seguía siendo en su mente. Después de tantos años, a veces aún tenía que tratarlo como uno.
—Tu hija querrá que el día de mañana sea muy
especial —dijo ella con la voz más firme que antes, provocando un suave eco en
la estancia donde Diego descansaba—, y dudo que quiera compartirlo con un padre
aturdido y somnoliento.
Diego guardó silencio unos segundos, se puso
de pié y se acercó a la pequeña cantina ubicada en una esquina lejana del
salón.
—No sólo lo compartirá conmigo —dijo mientras
se servía un trago de whisky con hielo—, dudo que le moleste mi estado —y dio
un pequeño sorbo.
—No se trata sólo de no molestarla, Diego. La
alegría no es sólo la ausencia de tristeza, ni mucho menos la ausencia de enojo
—el hombre no contestó, se limitó a mirar el reloj que colgaba sobre la chimenea
a unos pasos de él y caía segundo a segundo en la pereza de la madrugada, rehusándose a contestar—. No tener madre ya es bastante
difícil. No se lo compliques más.
—Yo no le complico las cosas —dijo con
naturalidad, como si dijera algo que él mismo se hubiera repetido durante mucho
tiempo—. De hecho nadie nunca le ha complicado nada.
—Siéntete feliz por eso, Diego. Siéntete feliz
por ella.
Él bajó de nuevo su mirada al vaso y volvió a mojarse los labios en su bebida. Ágata suspiró, dio media vuelta y regresó al recibidor con esos
pasos irregulares pero silenciosos que la caracterizaban desde que sobrepasó
los ochenta años. Luego se perdió de la vista del hombre al girar en dirección
a las cocinas.
A Diego no le preocupaba el cumpleaños de su
hija en lo más mínimo; con o sin él, Celly pasaría un día grandioso rodeada de
todas las atenciones de las sirvientas y los mozos. Según había escuchado
durante el desayuno un par de días atrás, llegarían de visita varias amigas
suyas del internado e incluso una niña francesa con quien Celly
mantenía contacto por cartas desde hacía más tiempo del que Diego estaba
enterado. Por si fuera poco, la visita de Martell y su esposo eran obligadas.
Era común que Celly hablara de Martell como si
fuera su hermana y no sería raro considerando que trataba al Señor más como
padre que al mismo Diego. Martell, siguiendo los pasos del Señor, se
había dedicado a la medicina y su carrera auguraba ser casi fructífera como la
de él. Ella y su esposo estaban por comenzar la
construcción de su propio hospital en Verona, pero ni siquiera esas
exigentes labores le impedirían asistir al décimo segundo otoño de
su querida Celly.
Diego terminó su trago y se sirvió otro antes
de regresar a la butaca que tantos desvelos suyos había soportado. Una vez en
ella, apoyó su vaso en el reposabrazos y la palma de su mano en el círculo de
cristal del mismo. Perdió la vista en el techo y suspiró. No, definitivamente
la fiesta era algo que lo tenía sin cuidado. En cambio los rumores de sabotaje
del partido laborista se volvían cada vez más fuertes. Las noticias de la
revuelta en una fábrica textil a las afueras de Londres habían ocupado la
primera plana de casi todos los diarios la semana anterior. El saldo de ese día
fue de casi cien heridos; entre ellos el gerente, el subgerente, tres de los
supervisores en turno y uno de los directivos de la fábrica que había ido de
visita rutinaria. Dos de los supervisores tuvieron que ser internados de
emergencia en uno de los hospitales del Señor.
Desde entonces corrían por toda Inglaterra las narraciones de protestas de trabajadores en todas las escalas.
Después de los rumores de un campesino linchando a un terrateniente cerca de la
frontera irlandesa siguieron los de un adinerado comerciante de relojes
asaltado violentamente al momento de cerrar su tienda, siendo sus propios
trabajadores los principales sospechosos. Después un poderoso inversionista de
una compañía pesquera decidió retirar sus fondos por amenazas personales, y, a
penas el día anterior, Diego escuchó en la fila de la taquilla del tren que un
banquero había sido apuñalado por la espalda al llegar a su residencia. El
sujeto había sobrevivido, por lo que seguramente lograron contener el alboroto antes de que llegara a los diarios de esta mañana.
Nada se había hecho oficialmente público en los medios con reputación, pero la
consciencia social lo sabía: además de la sangre del banquero, por esa herida escurría la seguridad de los partidos burgueses.
Hasta entonces sólo los ferroviarios, quienes
gozaban del sindicato mejor colocado por sus contactos con de la corona, y el
personal médico eran los únicos que se mantenían en línea, pero nada aseguraba
que eso fuera a durar mucho tiempo más. El Señor, como doctor que era, era un
blanco fácil; él tenía que dar la cara, no era uno de esos burócratas fantasmas
que vivían y se enriquecían sólo hablando y negociando favores aquí y allá. El
Señor iba diario al hospital central y saludaba a su personal, atendía a sus
socios directamente e incluso a veces intervenía en alguna cirugía de
emergencia o era solicitado como asesor para algún caso extraño. El Señor era
un hombre de bien y si alcanzó esa influencia política fue sólo por su talento,
inteligencia y carisma. Él era un hombre que muchos admiraban, Diego en primer
lugar, pero que otros también envidiaban y temían.
Y aún sin contar su categoría social, alguien como El Señor corría mucho riesgo estando fuera a tan altas horas de la noche cuando los
borrachos, los bandidos y las prostitutas se apoderaban de las calles
empedradas y los oscuros callejones, luciendo él su traje fino y acompañado de la
mujer tan hermosa que era su esposa. Aceptaron, por insistencia de Martell, Diego y la servidumbre de la familia, llevar una guardia personal por las noches, pero no era ninguna garantía.
Navegando por esos pensamientos turbios, Diego
no notó cuando comenzó a ensoñar y aflojar sus extremidades, al grado de que el peso de su mano venció la fricción entre el vaso de whisky y el terciopelo rojo y los cristales tanto del
vaso como de los hielos se esparcieron en añicos sobre el piso de duela. El sobresalto para él fue mínimo pues, a un nivel profundo y
misterioso, su mente sabía bien qué y por qué había pasado; cosa distinta al
resto de los habitantes de la casa quienes de inmediato se pusieron en
movimiento para descubrir el origen del ruido.
El delicado tintineo de los cristales aún
bailaba en el aire del salón cuando Ágata apareció por el mismo umbral en que
había desaparecido y caminó en dirección a Diego con el paso más rápido que le
permitían sus reumas.
—¿Qué pasó? —dijo ella aparentemente aliviada
de verlo entero.
—Nada —contestó él aún perdido en el regreso de los malos pensamientos. Se había puesto en cuclillas junto a la
butaca y trataba de separar el vidrio afilado y el agua congelada—, nada, se me
resbaló por las gotas de frío.
Ágata se detuvo a un paso de él y sacó un trapo largo del bolsillo frontal de su mandil al tiempo que media
docena de sirvientas entraban desde el recibidor y se inclinaban junto a Diego
desplazándolo de su labor para hacerlo mejor y más rápido que él. La comadrona lo
tomó suavemente del brazo y le indicó que se levantara.
—Déjalo ya, nosotras lo limpiaremos —le tendió
el trapo para secar sus manos pero Diego negó con la cabeza y permaneció
mirando a las sirvientas con ansiedad.
—Yo puedo hacerlo, no soy el señor de la casa,
ni siquiera soy su familia —soltó con un dejo de rudeza.
—Tampoco eres un sirviente —apuntó Ágata y le
tomó las manos con el trapo antes de él pudiera impedirlo de nuevo. Con el calor de sus manos y el suave tacto de la tela logró que se tranquilizara
de aquella manera mística que sólo quienes son madres conocen—. Ve a dormir ya. No
quiero arriesgarme a que te quedes dormido con algo más valioso en la mano.
Diego la miró con ojos resentidos.
—Ya soy demasiado viejo para que alguien me
envíe a dormir.
—¡¿Eso crees?! ¡Cincuenta años no es nada! Son
de risa. Cuando yo tenía tu edad… —ella enmudeció pensativa y él arqueó una
ceja inquisitivo— ya no lo recuerdo; fue hace tanto…
Las sirvientas rieron como pajaritos y hasta Diego dejó escapar una sonrisa discreta en la frontera de sus labios delgados, una que se convirtió en un bostezo antes de que se diera cuenta y
pudiera reprimirlo.
—Tus dientes serán de hueso y podrán decir lo que
quieras, pero tu mente y esta vieja tienen más años de existencia y saben mejor lo que es bueno. Ve a
dormir ya.
Diego la miró resignado, terminó de
secarse las manos él mismo y le devolvió el trapo a Ágata con gentileza. Ella lo guardó y dio
un paso renco a un lado para cederle camino hacia el vestíbulo.
—Buenas noches, señoritas. Buenas noches,
Ágata.
—Buenas noches, Diego —contestaron todas como
un estribillo en cuarteto de cuerdas.
El hombre salió del salón a paso lento y tomó
rumbo escaleras arriba hacia los dormitorios de la familia en el ala este del
caserón, justo sobre los dormitorios de la servidumbre.
Sólo había puesto un pié en el rellano
superior de la amplia escalinata cuando un sonido amplificado hasta el
estruendo por el vacío de la madrugada inundó el vestíbulo entero. A juicio de
Diego era el sonido de un par de llantas reforzadas y los cascos de dos bestias
que se acercaban a todo galope sobre la calzada empedrada que cruzaba frente a
la puerta principal de la casa. Unos pocos segundos después de iniciado el
retumbar metálico, las puertas del recibidor se abrieron con violencia y a
partir de ese instante la agitación en el pecho de Diego le hizo perder por
momentos el ritmo de sus pensamientos.
Logró capturar en su memoria perenne fragmentos
desgarrados del discurso que gritaba el hombre en la puerta. Luego algunas
imágenes borrosas por el movimiento del caballo que desenganchó del carruaje y
montó frente a la casa. Un poco de la sensación del viento congelado que
recorría las orillas del Támesis intentando desviarlo en la dirección contraria
y una serie de escenas estáticas aunque difuminadas por el deficiente alumbrado
público que se distanciaba demasiado a pesar de la velocidad del caballo. Hasta
después de lo que su memoria entendió como un puñado de segundos, llegó a la
rivera occidental del río, donde curva hacia el sur para abrir territorio a los
edificios más lujosos de la ciudad, y se detuvo frente a la fachada barroca del
hospital central. Conocía los pasillos y sin tener consciencia del movimiento
de sus pies llegó al ala sur donde se encontraban las salas de operaciones. Su
mente volvió a tomar ritmo justo a tiempo para gritarle a una enfermera
que se negaba a proporcionarle el dato que necesitaba para dar con la sala correcta.
Sus sentidos volvieron para irse al instante. La
ligereza en sus pies se volvió pesadez cuando entró en la antesala y un doctor,
viejo conocido de la familia, apartaba su vista elocuente de uno de los
guardias familiares y se la dirigía a Diego, diciéndoselo todo sin mediar
ninguna palabra: El Señor había muerto.
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